Una mañana desperté con los sentidos relajados, con la mente frágil y volátil, llena de sentimientos ridículos, y absurdos pensamientos listos para salir a través de las alcantarillas de mi cuerpo, expulsados por el calmado llanto que guardaba mi alma.
Y lejos de estar conciente de lo que me pasaba en la mente, escribía las respuestas a las preguntas que me dictaba el demente subconsciente:
“¿Qué se hace cuando la desconfianza impide que la noción de una idea cruce la barrera del pensamiento, de lo abstracto a lo concreto, y evita que la semilla se convierta en un imposible rosal sin espinas?
Se debe obtener coraje. Centrarse en ver al mundo como si del paisaje de la foto de tu alma se tratase: detrás tuyo sin enfoque, ni razón por la que tristeza te provoque.
¿Y luego?... ¿Qué se hace cuando ya no se tiene el suficiente coraje para manejar el destino a libre albedrío y predominan en uno los problemas, complejos y desdichas?
Lo primero que se hace es calmarse, pensar, aguantar los altibajos.
Lo último es llorar.
Y... ¿Qué pasa si pensaste en llorar, y lo hiciste porque te diste cuenta que no eres capaz de cambiar aquello que nunca dependió de ti?
Pasa que empiezas a escribir. “